Un día de lluvia muy intensa, y yo salía. Casi sin notarlo, tal vez por la confusión que generaba el ruido y el agua sobre mi cara, noté que mis pies no tocaban el suelo, que algo me sostenía, me elevaba.
No puedo decir que solo sentí miedo, porque la adrenalina también me invadió.
Fue rápido, miré hacia arriba y ahí estaba: un pájaro, un ave tal vez; nunca había visto uno de su especie. Era luminoso e increíblemente hermoso, repleto de colores y un plumaje resplandeciente.
Con sus patas apretaba mis hombros con una fuerza que yo no podía sentir, como si no me tocara, o quizás como si mi cuerpo no pesara nada.
Por algún motivo que ignoro, no despegamos. Él me miraba fijo sin inmutarse, pero impaciente; yo no comprendía. En sus ojos había cierta intriga, como si me preguntara algo, tal vez pidiéndome permiso para continuar. Y creo que, en esa mirada, atrapante y desconocida, entendí que la única que podía elegir como seguiría esa aventura era yo.
Podía quedarme en tierra firme, en lo conocido, en lo seguro o podía despegar.
Simplemente lo miré y dije: ¿Vamos?
Estuvimos esperando este día durante todo el mes, teníamos nuestros disfraces super preparados, habíamos querido convencer a Tigre de que por su altura era mejor que se disfrazara de Frankenstein, pero él insistió con ir de su mago favorito.
Empezamos a recorrer casas, nos encontramos con amigos, familiares y vecinos, la estábamos pasando increíble y sobre todo llenando nuestras canastas de caramelos.
En el barrio hay una casa un poco misteriosa, o tenebrosa diría yo, mamá dice que simplemente es antigua, pero bueno, a nosotros nos daba un poco de miedo.
Todos decían que era el día ideal para ir, aunque nadie se animaba, pero yo tenía la valentía del conde Drácula y a él no le habría dado miedo, así que convencí al grupo y fuimos hacia ella.
Nos acercamos lentamente, pero decididos, y al grito de DULCE O TRUCO, tocamos timbre.
La puerta se abrió lentamente y una voz grave y tenebrosa respondió ¡TRUCO!
Fue tanto el susto que nos dio que gritamos hasta quedarnos sin voz, volaron los caramelos y nos chocamos entre nosotros para ver quien corría primero. En medio del disturbio, logré ver a quién estaba detrás de la puerta: un señor mayor, sonriendo, un poco con vergüenza por habernos asustado, con un detalle un poco gracioso, un ancho de espadas pegado en la frente.
Nos pidió disculpas por el tremendo susto, y entre risas y caramelos, nos explicó que el Truco también es un juego de cartas.